miércoles, 12 de diciembre de 2012

Hoy es un buen día para hacer el mundo un poco mejor


Un día, cuando era estudiante de primer curso en el instituto, vi a un niño de mi clase volviendo a casa de la escuela. Su nombre era Kyle. Parecía que llevaba todos sus libros y pensé:

“¿Por qué lleva todos sus libros a casa un viernes? Debe ser un empollón.”

(En EEUU es costumbre dejar los libros en la taquilla del instituto para no llevarlos a casa). Yo ya había planeado el fin de semana (fiestas y fútbol con mis amigos todo el día), así que me encogí de hombros y seguí mi camino.

Mientras caminaba, vi a un grupo de chicos corriendo hacia Kyle. Le empujaron y tiraron todos sus libros al suelo. Él se cayó y sus gafas salieron volando. Yo las vi caer en la hierba a unos tres metros de él. Se levantó y vi una terrible tristeza en sus ojos. Realmente, me tocó ver la escena, así que fui hacia él y mientras se arrastraba buscando sus gafas vi un arañazo en su ojo. Le acerqué sus gafas y le dije

“Esos tipos son unos idiotas. No tienen porque hacer esto”.

“¡Gracias tío!”, me dijo con una gran sonrisa en su cara, una de esas sonrisas llenas de gratitud.

Le ayudé a recoger sus libros y le pregunté dónde vivía. Resultó que era mi vecino, así que le pregunté por qué nunca le había visto antes. Él dijo que había estado en un colegio privado hasta ahora. Nunca me había juntado con alguien de un colegio privado antes. Le ayudé con los libros y estuvimos hablando durante todo el camino a casa.

Kyle resultó ser un buen chico. Le pregunté si quería jugar al fútbol el sábado conmigo y mis amigos y él aceptó. Quedamos todo el fin de semana, y cuando más conocía a Kyle, más bien me caía. A mis amigos les pasaba lo mismo.

El lunes llegó y ahí estaba Kyle con su enorme pila de libros otra vez. Le paré y le dije:

“¡Chico, te van a salir unos buenos músculos si vas con esa pila de libros cada día!”.

Se rió y me pasó la mitad.

Durante los siguientes cuatro años, Kyle y yo nos volvimos mejores amigos. Cuando crecimos y nos tocaba ir a la universidad, nuestros caminos se separaron. Kyle decidió irse a Georgetown y yo iba a ir a Duke. Sabía que siempre seríamos amigos, y que la distancia nunca sería un problema. Él quería ser médico, y yo iba gracias a una beca de fútbol.

Kyle fue el mejor de nuestra clase. Yo le tomaba el pelo todo el tiempo por ser un empollón. Él tenía que preparar el discurso de graduación. Estaba tan aliviado de no tener que ser yo el que tuviera que hablar…

El día de la graduación vi a Kyle. Estaba genial. Era uno de esos tipos que cambiaron drásticamente durante la escuela. Ya había crecido y las gafas le quedaban genial. ¡Y hasta había tenido más citas que yo! Las chicas le adoraban. Parecía un poco nervioso por el discurso, así que le di una palmadita en la espalda y le dije:

“¿Qué pasa tío?, ¡lo vas a hacer genial!”.

Me miró con una de esas miradas (las que están llenas de gratitud) y me sonrío.

“¡Gracias tío!”, me dijo.

Cuando comenzó el discurso, se aclaró la garganta y empezó:

“La graduación es un momento para agradecer a aquellos que nos han ayudado en estos años tan duros con todo lo que han hecho por nosotros. Nuestros padres, nuestros maestros, nuestros hermanos, a lo mejor un entrenador, pero sobre todo, a nuestros amigos. Estoy aquí para contaros a todos vosotros que, a veces, ser amigo de alguien es el mejor regalo que puedes hacerle. Voy a contaros una historia”.

Yo miraba a mis amigos con incredulidad mientras que él nos relataba la historia del primer día que nos conocimos. Nos contó que planeó suicidarse ese mismo fin de semana. Habló de cómo limpió su taquilla para que su madre no tuviera que hacerlo después y estaba llevando todas sus cosas a casa. Me miró fijamente y me sonrió.

“Afortunadamente, me salvaron. Mi amigo me salvó de hacer algo irremediable”.

Oí a la multitud comentando cómo ese atractivo y popular chico nos contaba a todos su momento de debilidad. Vi a su madre y a su padre mirándome y cómo sonreían, con esa misma sonrisa de gratitud. No fue hasta ese momento cuando me di cuenta de lo que había hecho.

Nunca subestimes el poder de tus acciones. Con un pequeño gesto puedes cambiar la vida de una persona por completo.